EL LLAMADO DIVINO EN UNA ERA SIN DIOS
Tomado de PROGRESSIO, # 3 y 4,
2000
Europa, que antes fue el corazón de la Iglesia de Occidente,
es descrito hoy como “el cuarto país más ateo sobre la Tierra”.
¿Es esto un presagio del fin de la cristiandad, o el comienzo de una
clase nueva de vida cristiana? Éste fue el tema de una charla
que dio el Cardenal Franz König, Arzobispo Emérito de Viena.
Lo que sigue es un extracto de dicha charla que fue publicado en el periódico
británico católico The Tablet el 18 de septiembre de 1999.
Un reportaje especial en The Tablet
hacía la inquietante pregunta “¿Adónde se fueron todos
los católicos? Con los sombríos datos que tenía en la
mano, Gordon Heald, director gerente de un conocido instituto de investigación
británico, diagnosticó que no sólo ha disminuido sostenidamente
la asistencia a la misa dominical en Inglaterra y Gales durante los
últimos 30 años. También las cifras de ordenaciones
sacerdotales , primeras comuniones, confirmaciones y especialmente los matrimonios
por la Iglesia han venido cayendo drástica y consistentemente año
tras año. Si bien admitió que estos datos
eran “deprimentes” Heald subrayó que, como siempre, las
cifras deben verse dentro de un contexto más amplio.
La tendencia descendente es común a todas las iglesias cristianas del
Reino Unido, y ciertamente a todo el continente europeo, recordó.
Un análisis muy detallado realizado por Zulehner
y Tonika este año muestra tendencias similares para Europa Central
y Oriental con sólo un puñado de excepciones. En
la antes comunista Alemania Oriental, por ejemplo, un 73 por ciento de la
población no pertenece a ninguna iglesia. Las cifras para la
República Checa son similares. Los malos números para
Dinamarca y Suecia son de conocimiento común. A partir de datos
globales en los Estudios de Valores Europeos , Kerkhofs llega a la conclusión
de que hay en toda Europa un alejamiento de cristianismo hacia una
vaga forma de agnosticismo que está llevando a una secularización
posmoderna y poscristiana en el continente.
Debemos aceptar el hecho de que en el continente europeo
hoy en día las estadísticas y cifras comparativas apuntan hacia
una marcada declinación de la práctica religiosa, si bien ciertos
aspectos de la vida eclesiástica no se pueden medir en números
estadísticos.
Pero hay otros datos que van en la dirección opuesta.
Las cifras de África y Asia muestran un fuerte incremento del número
de católicos en ambos continentes. El Papa, como representante
ecuménico de toda la Cristiandad, es muy estimado en todo el
mundo, particularmente fuera de Europa, y recibe especial atención
en los medios de comunicación. La revista Time lo nombró
Hombre del Año en 1994. En noviembre de 1995 el periódico
The Independent dijo que el Papa era la única ancla en
nuestro caótico mundo. Y los incontables tributos al Cardenal
Hume a su deceso, no sólo del Reino Unido sino de todas partes del
mundo, fueron dirigidos a un cristiano ejemplar de nuestro tiempo. Me
dicen que todavía las escuelas católicas y anglicanas
gozan de enorme popularidad en Inglaterra. Lo mismo ocurre en otros
países., sobre todo en Austria.
Entonces no es que falten voces prominentes que proclamen
el renacimiento religioso a través del mundo, cuyos primeros signos
ya son evidentes, el sociólogo religioso francés, Gilles Lepel,
expresa su opinión en su libro La Revanche de Dieu (La Revancha
de Dios ), opinión que comparten historiadores estadounidenses como
Weigel y Huntingdon. “A nivel más amplio”, dice Huntingdon,
“el resurgimiento religioso a través e todo el mundo es una reacción
contra el secularismo, el relativismo moral y la autoindulgencia,
así como una reafirmación de los valores del orden, la disciplina,
el trabajo, la ayuda mutua y la solidaridad humana”.
El movimiento ecuménico juvenil Taizé ha
tenido un éxito sorprendente. Hace algunos años, cerca
de 100.000 jóvenes de Europa oriental y Occidental peregrinaron a Viena
para una reunión de Taizé en la temporada navideña.
Y en 1997 cerca de un millón de jóvenes asistió en París
al Día Mundial de la Juventud para encontrarse con el Papa Juan
Pablo II, si bien por una complejidad de motivos.
Pero este masivo interés religioso ocurre en su
mayoría fuera de la iglesias cristianas. El alto número
de sectas envía una llamativa señal de que las personas generalmente
no pueden vivir con un vacío religioso por un tiempo largo. Pues
la religión, como afirma el estudio de la religión y la filosofía
existencialista, pertenece a la esencia de la humanidad: hombres y
mujeres buscan un vínculo con Dios o con alguna deidad. Pascal
resumió la experiencia existencial de la mente humana con sus famosas
palabras: “El corazón tiene sus razones que la razón no entiende”,
frase que no ha perdido su fuerza en la historia europea de las ideas.
A pesar del generalizado escepticismo actual con respecto
a los avances y descubrimientos científicos, existe gran interés
en la física atómica y en los hechos astronómicos.
Por lo tanto, cuando los científicos hablan de cuestiones divinas,
las mentes se inquietan. En 1992 Carl Rubbia, ganador del Premio
Nobel de Física de 1984 y director del Consejo Europeo de Investigación
Nuclear (CERN—Conseil Européen de Recherches Nucléaires),
declaró en una entrevista en el Neue Züncher Zeitung: “Cuando
enumeramos galaxias o probamos la existencia de partículas elementales,
probablemente no estamos demostrando la existencia de Dios. Pero como científico
y estudioso me impresionan profundamente el orden y la belleza que encuentro
en el cosmos y dentro de los fenómenos materiales. Y como observador
de la naturaleza no puedo rechazar la noción de que aquí hay
un orden superior de cosas. Encuentro absolutamente inaceptable la
idea de que todo sea el resultado de la coincidencia o una mera diversidad
estadística. Aquí existe una inteligencia superior –por
sobre y más allá de la existencia misma del universo.
Albert Einstein, el más insigne físico
del siglo veinte, llegó a la misma conclusión. Personalmente
no se adhería a ninguna fe en particular, pero en su último
ensayo “Ciencia y Religión” manifestó: “Mi religión
consiste en una humilde admiración al espíritu ilimitado
que se revela en los más mínimos detalles que podemos percibir
con nuestra frágil y débil mente. Esa convicción
profundamente emotiva de la presencia de un poder analítico superior
se revela en el universo comprensible. Ésa es mi idea de Dios”.
El Concilio Vaticano II complementa estas afirmaciones
científicas al discutir el sentido de la vida. “Las personas buscan
en su distintas religiones una respuesta a los enigmas sin resolver de la
existencia humana”, reza la Declaración de la Relación de la
Iglesia con las Religiones no Cristianas (Nostra Aetate, 1). “Los problemas
que pesan en los corazones humanos son los mismos hoy día que en las
eras pasadas. ¿Qué es la humanidad? ¿Cuál
es el significado y el propósito de la vida? ¿Dónde se
origina el sufrimiento, y cuál es su fin? ¿Cómo encontrar
la felicidad genuina? ¿Qué sucede al morir? ¿Qué
es el juicio? ¿Qué premio sigue a la muerte? Y por último,
¿Cuál es el misterio último, más allá de
toda explicación humana, que abraza toda nuestra existencia, del cual
tomamos nuestro origen y hacia el cual nos dirigimos?”
Todos estamos en una búsqueda de significado y
propósito para nuestra vida. Ni un vago agnosticismo ni
un ambiente secularizado nos puede entregar respuestas donde se ofrezcan,
o dondequiera que se encuentren con ellas.
Y es que la búsqueda de sentido y propósito
en la vida es uno de los temas claves de la filosofía , la literatura
y la psiquiatría de nuestros días. En Viena, el difunto
Viktor Frankl, discípulo de Freud , basó su terapia
–logoterapia la llamó él- en la búsqueda del significado
de nuestra existencia. Esta búsqueda no es idéntica a la búsqueda
de Dios pero se le acerca mucho, afirma. No es cuestión de encontrar
cualquier significado a nuestra existencia, sino de encontrar uno para nuestra
propia vida. Aun la expresiones erróneas de la religión
en las diversas culturas son, en última instancia, una nostalgia
por respuestas confiables a las interrogantes más profundas de nuestra
existencia, alguna respuesta a la inseguridad de nuestra vida.
Es el estudio comparado de las religiones el que nos
ha mostrado con toda claridad que, hasta donde sabemos, nunca ha existido
un pueblo o una tribu que no haya tenido ninguna religión. Este hecho
demuestra por sí solo que la religión está estrechamente
ligada a la humanidad, que es parte de nuestro ser. La religión comparada
prueba así que la práctica religiosa es “parte esencial” del
alma humana.
Abriendo cualquier libro de historia, podemos ver con
que en todo lugar y en todas la épocas los pueblos primitivos y las
principales religiones de las distintas civilizaciones han recurrido con sus
preguntas y protestas al Dios de dioses. Dondequiera que los seres humanos
han dejado signos y monumentos sobre su vida, encontramos pruebas de que
hacían sacrificios a su dios y le imploraban ayuda.
En todos los continentes y en todas las épocas,
los humanos se han arrodillado en súplica y alabanza, dando gracias
a Dios, dejándonos manifestaciones de sus llamados y oraciones de modo
que podamos asomarnos a su esencia más profunda. En las eras
de la historia del mundo más remotas en las que ha sido posible encontrar
manifestaciones y civilizaciones humanas, nos acompañan las voces
y rasgos de seres suplicantes y en oración.
¿Qué nos dicen estas visiones contradictorias, a nosotros
los cristianos del nuevo milenio? Por una parte las cifras reflejan
un alejamiento de la Iglesia como comunión de los fieles pero, por
otra, nos enfrentamos a esta añoranza de Dios.
¿Qué explica la actual disminución
de iglesias cristianas? ¿O es que las iglesias cristianas no entienden
los signos de los tiempos, o no los quieren entender, y en consecuencia no
están llegando con su mensaje? ¿O es una tara de los propios
cristianos?
Primero, ¡Es Culpa de la Sociedad?
En el último siglo nuestra sociedad se ha
hecho pluralista y multicultural como nunca lo fue antes. Se detecta
una enorme transformación a lo ancho y a lo largo. La ciencia
y la tecnología han cambiado nuestra vida de manera fundamental.
Dos guerras mundiales destruyeron Europa. Pero la fe en el progreso
científico como sustituto de la religión, que fue intensa a
comienzos de siglo, ha comenzado a debilitarse.
Ya unos 35 años atrás, sin tener
estadísticas que tenemos hoy día sobre la disminución
del interés en nuestra fe cristiana , el Concilio Vaticano II vio
que “el paso acelerado de la historia es tal que apenas se puede mantener
el ritmo. El destino en la raza humana se percibe como un todo, no
como antes, en la historia específica de varios pueblos: ahora
se funde en un todo completo. Así, la humanidad incorpora un
concepto dinámico y más evolucionado de la naturaleza para
reemplazar el anterior concepto estático, y el resultado es
una enorme serie de nuevos problemas que exigen un nuevo esfuerzo de análisis
y síntesis. (Gaudium et Spes, 5).
Algo después, la misma Gaudium et Spes (9)
observó que “las personas están tomando conciencia de
que las fuerzas que han liberado están en sus propias manos y que a
ellas les corresponde controlarlas o dejarse esclavizar por ellas. He
aquí el dilema moderno”. Así, el consejo vislumbró
la enorme transformación social que ocurriría a comienzos del
nuevo milenio . Y, a fines del segundo milenio, el pronóstico
demostró estar en lo correcto: en su deseo de tener cada vez más
autonomía, los individuos confían cada vez más en sí
mismos y desconfían de cualquier clase de institución.
Se cuestiona la autoridad, y el resultado es, por una parte, inseguridad generalizada
y pérdida de solidaridad con nuestros hermanos y hermanas; y por la
otra, egoísmo y arrogancia que han llevado a criticar cada vez
más al estado y a la sociedad, de la cual no ha estado libre la Iglesia,
en su papel de comunidad cristiana de los fieles.
La opinión pública se ha transformado.
Medios dinámicos y flexibles han reemplazado al antiguo orden estable
formado por instituciones firmemente establecidas. Un cambio general
de valores gana terreno, donde los más afectados son el matrimonio
y la familia. Desde los años sesenta la libertad y la independencia
son las banderas de las nuevas generaciones. Pero la libertad es frágil
si no va acompañada de responsabilidad por uno mismo y por los demás.
De modo casi imperceptible, el ambivalente poder
de los medios de comunicación se ha ido convirtiendo en el factor
decisivo de la opinión pública multicultural. Con
frecuencia los medios inflan los eventos locales a dimensiones globales, y
generalizan hechos que son aislados. Cada uno está convencido
de que está perfectamente bien informado y que puede, pues, comentar
y criticar los hechos más remotos. Todo cambia permanentemente
y cualquier cosa parece posible. Por un lado está la proliferación
del conocimiento y de la experiencia, una nueva disposición a ayudar
estimulada por el acceso global a la información; por el otro, se habla
de “el poder de las imágenes perversas”, un clima de desorden
y violencia que muchos asocian a la influencia de los medios. Parece
haber una convicción cada vez más asentada de que es más
fácil resolver un conflicto por la fuerza que con el diálogo.
¿Cuál es el lugar del cristianismo en todo esto?
Segundo, ¿es esta declinación culpa de las iglesias?
Con su apresuramiento, la sociedad de medios, que tiene
ojos sólo para el lado humano de la Iglesia, le echa leña a
la hoguera del sentimiento de inseguridad en la práctica religiosa.
Así, difundida por canales de comunicación que sólo ven
un lado de la medalla, la imagen negativa de la Iglesia y de la fe
cristiana es ampliada fuera de toda proporción. Con un escenario tal,
los líderes eclesiásticos están inquietos. Algunos
tratan de retirarse de tan compleja situación y vuelcan su atención
hacia dentro. Se ocupan en autocríticas e intentos de reformas
estructurales. En las discusiones post conciliares esta tendencia
se agrava más aun por la división entre “conservadores” y “progresistas”.
La Iglesia se “escarba el ombligo”.
Pero la mayor preocupación de las Iglesias cristianas,
todas ellas, pero especialmente la Iglesia Católica, en cuyo nombre
hablo, no puede ser su imagen pública. Debe poner su interés
siempre y principalmente en transmitir el mensaje del Evangelio con su punto
de vista que es parte adaptable y en parte inalterable. Y así
me enfrento a la pregunta: ¿Cómo cumplo con mi tarea de transmitir
mi mensaje en el mundo, tal como es hoy? No es fácil y
exige, mucho más que antes, la honesta cooperación entre obispos,
sacerdotes y laicos. Aquí, también, fue el Concilio
Vaticano II el que subrayó la necesidad de tal cooperación.
Como dice Lumen Gentium 33 “Ahora, los laicos son llamados de
modo especial para hacer que la Iglesia esté presente y dando sus frutos
en aquellos lugares y circunstancias donde sólo a través de
ellos puede ser la sal de la Tierra”.
Y es ésta, también, la razón
por la que los líderes de la Iglesia no deben temer el exceso de diversidad.
A través de los años estos temores han conducido a un excesivo
y defensivo centralismo burocrático. Desde el Concilio Vaticano
II, está cada vez más claro que la Iglesia Católica enfrenta
un problema muy particular para el futuro. Los fieles católicos
en las parroquias y diócesis se descorazonan cuando no reciben apoyo
o consuelo de los líderes de la iglesia central. Con la excepción
de los documentos y encíclicas escritas por el propio Papa (y
quiero enfatizar esto), en los incontables documentos que llueven desde Roma,
lo único que reciben son advertencias de error y herejía.
Los fieles católicos esperan señales de estímulos y un
flujo mutuo de información como signo de unidad y de diversidad.
Por esto hoy surge todo el tiempo la cuestión
de qué tipo de liderazgo requiere la Iglesia Católica para
preservar su unidad en un mundo de cambios tan vertiginosos, qué formas
de diversidad son posibles sin poner en peligro dicha unidad en los albores
del tercer milenio. Que el Papa Juan Pablo II es consiente de este problema
es evidente en su encíclica Ut Unum Sint (95), donde recuerda
con énfasis el vínculo entre los obispos y el pontífice.
“El obispo de Roma es un miembro colegiado” –afirma –y los obispos son
sus hermanos en el ministerio”.
Debe darse espacio a la diversidad de la Iglesia -confiando
en el Espíritu Santo- en cada campo y en cada tema de la vida de iglesia.
La comunión de los fieles hunde sus raíces en la familia y en
la parroquia, donde las personas crecen en comunidad y se hacen cristianos
a través del bautismo y los sacramentos. Son estas comunidades
pequeñas y vivientes las que conforman la red de la Iglesia con
su conocimiento del cristianismo, su instrucción religiosa elemental
para adultos (el catecismo) y su fiel solidaridad. En los tiempos turbulentos,
esta red necesita la información, la comunicación, el refuerzo
y el estímulo de las estructuras más grandes de la Iglesia
Mundial que, de acuerdo con el principio de subsidiariedad, debe ser de apoyo
y no dictatorial. Así crecerá la solidaridad de la comunidad
de la Iglesia.
Tercero y último, ¿es ésta una falta de los propios
cristianos?
Dios creó personas vivientes y no estructuras.
En última instancia siempre se trata con personas. Las mejores
estructuras resultan inútiles si nosotros, los seres humanos, fallamos.
A esto se refería Jesús cuando enseñaba en Israel
y dijo tras el Sermón de la Montaña, como podemos leer en Mateo
5:13: “Ustedes son la sal de la Tierra; pero si la sal pierde su sabor,
¿cómo lo recuperará? Ya no servirá para nada sino
para ser arrojada fuera. Ustedes son la luz del mundo. Una ciudad
asentada en una colina no se puede esconder…dejen que su luz brille ante
hombres y mujeres, que vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre
que está en los cielos”. Y por último: “El que
oye estas palabras y actúa según ellas es como el hombre sabio
que construyó su casa sobre roca”.
Lo anterior significa que no basta discutir la palabra
de Dios y comentarla: pero sobre todo debemos llevarla a cabo y ser
testigos de ella a través de nuestra forma de vivir. No hay una respuesta
espectacular, ninguna receta secreta. Las iglesias, los fieles de las
iglesias deben ser intérpretes verosímiles
testigos del amor de Dios por la humanidad. Es éste el
secreto de una Madre Teresa o de un Padre Maximiliano Kolbe, quienes cambiaron
el mundo que los rodeaba. Y así la Cristiandad y las iglesias
no tienen que inventar nada nuevo. Deben simplemente ir proclamar el
mismo Evangelio, no tanto con palabras sino dando amoroso testimonio
en la forma en que viven.
A fin de iluminar sus tareas para comprender el mundo,
el Concilio Vaticano II comenzó su gran constitución pastoral
sobre la Iglesia en el mundo moderno con una declaración renovada de
humanismo cristiano: “Las alegrías y esperanzas, los dolores
y angustias de la gente de nuestro tiempo, en especial de los pobres y afligidos,
son también las alegrías y esperanzas, los dolores y angustias
de los seguidores de Cristo. Nada de lo genuinamente humano deja de
encontrar un eco en sus corazones” (Gaudium et Spes I). Con gran impulso
el Concilio produjo el material para el curso futuro de la Iglesia en
sus textos, con el que uno debiera estar familiarizado. Sólo
mencionaré un puñado de palabras claves aquí: la imagen
renovada de la Iglesia, los esfuerzos por fomentar el ecumenismo, la cooperación
de sacerdotes y laicos, la importancia del diálogo de las grandes religiones
cristianas y finalmente el énfasis en la libertad religiosa.
Permítanme resumir: la comunidad cristiana europea,
que desde la conversión del emperador Constantino del siglo cuarto
en adelante contó con el respeto y el apoyo de la opinión pública,
hoy ha sido abatida por un ambiente incrédulo, indiferente, a menudo
incluso hostil, y al igual que en sus comienzos está por su cuenta,
confiada a sus propios recursos que han evolucionado gracias a elementos divinos
y humanos. Las huellas de la Iglesia de Constantino parecen estarse
desdibujando, y enfrentamos una segunda sacudida tan fundamental como la
de Constantino. Frente al viento frío de la resistencia, la
comunidad cristiana ecuménica unida está siendo una vez más
la sal de la Tierra y la luz de las montañas. Y es que el llamado
a ser una luz que brille desde lo alto del monte, a ser la sal que no pierde
su sabor, sigue siendo válido para la vida cristiana en todos los
siglos.
Por último escuchemos a un hombre cuyo testimonio
fue de máxima importancia: “Brilla como una luz en un mundo de oscuridad…”
No habría qué decir esto si nuestras vidas realmente brillaran.
No necesitaríamos las palabras si nuestras obras hablaran.
“No existirían los incrédulos si fuéramos
verdaderos cristianos, si cumpliéramos con los mandamientos de Cristo.
Pero amamos el dinero tanto como ellos (los incrédulos) -de hecho más
que ellos. Tememos a la muerte tanto como ellos. ¿Cómo,
entonces, se convencerán ellos de nuestras creencias? ¿Por
milagro? Ya no hay más milagros. ¿Por nuestra conducta? Es mala.
¿Por amor? Ni rastros de él en ninguna parte. Por esto un día
deberemos responder no sólo por nuestros pecados, sino también
por el daños que hemos hecho”.
El hombre que expresó su preocupación con
tanta vehemencia fue San Juan Crisóstomo, Patriarca de Constantinopla
y contemporáneo de San Agustín en el siglo quinto.
Las palabras del Crisóstomo a comienzos de la
era cristiana siguen siendo verdaderas para nosotros en nuestra sociedad
multicultural de hoy cuando comenzamos un nuevo milenio. No bastan
la palabras. Los seres humanos y sus actos son el factor decisivo.